Corría el año 2002, Magdalena Edith Torres tenía 22 años y
un montón de sueños por cumplir, ese día se sentía nerviosa y feliz a la vez.
La reunión familiar que se iba a dar en su casa se prestaba para que ella
presentara a su novio Nahuel, a sus padres y hermanos en su casa del barrio
platense de Altos de San Lorenzo. Todos se mostraban felices, salvo un primo
que estuvo toda la noche muy serio y callado. Su nombre era Miguel Torres
Alonso, de 21 años.
Miguel llevaba dos años viviendo con sus tíos. Había llegado
a La Plata de su Santiago del Estero natal con la idea de estudiar y trabajar.
Eso, al menos, fue lo que dijo. Aunque después, en medio del juicio oral,
contaría que en rigor se había enamorado de su prima Magdalena y soñaba
formar una familia con ella. Cabe destacar en este punto que ellos ya habían
mantenido una relación, que siempre fue un secreto de adolescentes. Los padres
y hermanos no lo sabían y para Magdalena era historia pasada, una travesura que
recordaba con alguna simpatía.
El sábado 19 de enero. Magdalena se levantó a las 8.30 y
salió de su casa. Le dijo a la mamá, Ramona, que quería comprarse un jean para
estrenar esa noche en una salida con Nahuel. La madre le dio un billete de cien
pesos y le dijo que cuando ella regresara de trabajar, iban a almorzar juntas.
Miguel, esa mañana, se levantó muy temprano, como siempre. A
las 6 partió en bicicleta al Paseo del Bosque, donde cuidaba los botes del lago
y la calesita El Duende Poppy que estaba justo atrás del estadio de
Estudiantes.
En el camino se acordó cuando con Magdalena iban juntos en
bicicleta a la Escuela Media N° 3, donde cursaban el secundario
nocturno. También recordó las veces que se habían jurado amor eterno y, ahora,
todo era distinto. Ella tenía novio y no quería saber nada con él, aunque
él insistía en seguir con aquella relación que lo había marcado a fuego para
siempre.
El sábado 19 de enero. Magdalena se levantó a las 8.30 y
salió de su casa. Le dijo a la mamá, Ramona, que quería comprarse un jean para
estrenar esa noche en una salida con Nahuel. La madre le dio un billete de cien
pesos y le dijo que cuando ella regresara de trabajar, iban a almorzar juntas.
Miguel, esa mañana, se levantó muy temprano, como siempre. A
las 6 partió en bicicleta al Paseo del Bosque, donde cuidaba los botes del lago
y la calesita El Duende Poppy que estaba justo atrás del estadio de
Estudiantes.
En el camino se acordó cuando con Magdalena iban juntos en
bicicleta a la Escuela Media N° 3, donde cursaban el secundario
nocturno. También recordó las veces que se habían jurado amor eterno y, ahora,
todo era distinto. Ella tenía novio y no quería saber nada con él, aunque
él insistía en seguir con aquella relación que lo había marcado a fuego para siempre.
Miguel llevó a Magdalena a la calesita. Abrió la puerta
donde está el motor del carrusel y entró. En el centro de la calesita se forma
una especie de habitáculo, de menos de dos metros de diámetro, que es usado
para guardar herramientas. La joven también ingresó, o bien fue obligada a
entrar.
El joven, en el juicio oral, confesó que ella le dijo que no
quería seguir más, y que incluso lo insultó. Miguel sólo dijo recordar el
momento en el que tomó un hierro y le aplicó varios golpes en la cabeza.
Antes de terminar con la macabra faena, robó los cien pesos
que la chica llevaba en un bolsillo para comprarse el jean. Usaría esa plata
para comprar el pasaje del colectivo.
Ramona, la mamá, tenía un mal presentimiento. Su hija jamás
se iba tanto tiempo sin avisar. Y más se asustó cuando, sorpresivamente,
apareció Miguel y le dijo: "Tía me voy a Santiago del Estero".
Ese sábado y el domingo siguiente, el muchacho llamaría en varias oportunidades
a su tía para preguntar si sabían algo de Magdalena. Para entonces, los padres
ya habían radicado una denuncia por averiguación de paradero en la comisaría 5ª
de La Plata.
Pero había otra persona sorprendida. Era el dueño de la
concesión de la calesita, quien para entonces se encontraba en la costa
bonaerense, donde administraba un pequeño parque de juegos.
Miguel, que había sido tan buen empleado, le había avisado
repentinamente que se marchaba. El comerciante regresaría a La Plata
recién a fin de mes, diez días después de la desaparición de Magdalena.
El dueño de la calesita fue quien abrió el habitáculo del
motor y se sorprendió al ver tierra removida y unas frazadas con manchas que
parecían de sangre. Pero lo que más lo preocupaba era el olor nauseabundo que
salía del lugar. Con otro empleado, tomó una pala y movió la tierra. En la
segunda palada, vio los dedos de una mano.
En el juicio, el Tribunal Oral Nº 1 de La Plata, integrado
por los jueces Guillermo Labombarda, Samuel Saraví Paz y Patricia de la Serna,
entendió que Miguel había cometido un homicidio calificado por alevosía, y lo
condenó a prisión perpetua, quizás su última vuelta en calesita.
Magdalena apareció, como lo había hecho otras veces, en el
Paseo del Bosque. Pero esta vez no era para visitar a su primo-novio, sino para
decirle basta, que todo había terminado, la dulce y tierna historia de aquel
amor ya no era más que eso, una simple historia pasada.
Un testigo, que estaba en los botes de alquiler, le contaría
luego al fiscal que vio a la pareja caminando en la orilla del lago.
De todas maneras, él ya lo tenía planeado: según los
peritajes que se hicieron, cuando la chica entró al habitáculo, el muchacho ya
había cavado una fosa profunda en ese lugar cerrado. "Si no era mía,
no era de nadie", comentaría tiempo después.
Miguel, luego de desmayar a Magdalena con los golpes, tomó
una cuchilla y le cortó el cuello cuando aún estaba con vida. Le seccionó
la cabeza, los brazos y las piernas y después arrojó los restos en la fosa, la
que tapó prolijamente con tierra.
El ensañamiento: fue descuartizada en vida.
El informe de la autopsia reveló que Magdalena Torres fue
descuartizada en vida, lo que demostraría el ensañamiento del homicida.
La fiscalía dio por acreditado que Torres Alonso golpeó a su
prima, y cuando la tuvo desmayada, le seccionó el cuerpo y lo ocultó debajo de
la calesita.
Los investigadores también tuvieron en cuenta que el
imputado sería un experto despostador de chivos y ovejas.
El joven conocería muy bien estas tareas de campo ya que las
realizaba en Santiago del Estero, su provincia natal.
Se sospecha que el acusado trasladó la técnica usada con los
animales al cuerpo de su prima.
Al parecer, en el campo primero se secciona la cabeza del
animal, se coloca en la tierra para que desangre, luego se cortan las patas y
finalmente el resto del cuerpo.
La misma metodología habría sido aplicada al aberrante
crimen. El cuerpo de Magdalena fue enterrado en un pozo que el asesino cavó en
el interior de la calesita. Primero fue depositada la cabeza. Lo último fueron
los brazos y las piernas.
Asimismo, la alevosía en el homicidio estaría dada por los
tres mazazos en la cabeza que fueron aplicados a la víctima y en particular, la
tarea de descuartizamiento realizada cuando la chica todavía respiraba.
Casi tres años después del brutal asesinato, Torres Alonso
se cruzó cara a cara con los padres de Magdalena. Frente a sus tíos, contó cómo
se había iniciado esa relación que terminó en muerte y horror.