Aquel lejanísimo 29 de junio de 1892, los gritos de dos criaturas apenas pudieron despabilar la mansedumbre de la tarde. Una cuchilla de cocina atravesó el cuello de Ponciano Caraballo, de 6 años, empujándolo inerme sobre la cama revuelta. Su hermanita Felisa, de cuatro, lloraba a gritos, como lloran los chicos que adivinan la tragedia, sin comprenderla del todo. Ella correría la misma suerte.
La casa- habitación de los Caraballo, en la por entonces pueblerina Necochea, se quedó muda. El rugido del mar, indiferente y perturbador, estaba muy lejos. Iba y venía, como esas tragedias que nunca mueren del todo. Unas horas después llegó el padre de los chicos junto un vecino, Ramón Velázquez. Ponciano Caraballo había abandonado el rancho después de una fuerte pelea con su mujer, Francisca Rojas, pero estaba decidido a llevarse también a sus hijos. Y a eso fue. La puerta estaba trancada por dentro, igual que la ventana. Unas cuantas patadas bastaron para derribarla, como un telón que se corre para develar una escena dantesca: los chicos parecían dormidos, pero sus cuerpitos estaban empapados en la sangre que manaba de los cuellos. Todo era de color rojo: la cama, el piso de barro, las paredes.
Al lado de las víctimas yacía Francisca. Parecía moribunda, pero a diferencia de los nenes, un finísimo río de sangre corría desde la yugular hasta su pecho. Los hombres llamaron a la policía y a los médicos, quienes evaluaron rápidamente a la mujer y llegaron a la conclusión de que lo mejor era que no se moviera hasta que se recuperara del todo.
Pero Francisca no tardó en reaccionar. Y lo primero que hizo fue acusar del doble crimen de sus hijos a su compadre Ramón Velázquez, quien según su versión- también la había atacado a ella con una pala y había intentado degollarla, furioso porque se negó a entregarle a Ponciano y a Felisa, para llevárselos al padre. La historia era incoherente, pero la policía local la creyó. Ese mismo día los agentes fueron a buscarlo al establecimiento de un tal Molina, donde trabajaba, y lo arrestaron. De nada sirvió que el hombre gritara una y otra vez su inocencia, y que la sostuviera en las sesiones de tortura a las que fue sometido para que confesara, e incluso ante los cadáveres de los chicos. Los investigadores estaban convencidos de que Francisca no mentía, hasta que ella misma derribó su versión, traicionada por el odio que le tenía a Velázquez. A caballito de su propia mentira, Francisca volvió a acusarlo desde su lecho de convaleciente, cara a cara y delante de los policías, sólo que de una forma completamente contradictoria a la original.
Cuando el médico que la había revisado en primera instancia pudo examinarla más detenidamente, la historia de Francisca mostró otra grieta: en su cuerpo no había una sola marca de golpes, aunque ella había declarado que Velázquez la castigó con fiereza con una pala. Rojas y el supuesto criminal fueron trasladados en calidad de aprehendidos al pueblo de Necochea. Uno y otra mantuvieron sus versiones, hasta que varios días después del crimen, Francisca confesó. Dijo que “su acusación carecía de fundamentos y que la única autora del hecho era ella, que ofuscada porque su marido la había echado de su lado y le iba a quitar sus hijos había resuelto matarlos, quitándose también ella la vida, pues prefería ver muertos a sus hijos y morir, antes que aquellos fueran a poder de otras personas”, escribió el 12 de julio de 1892 el inspector a cargo de la investigación, Eduardo Alvarez, al entonces jefe de la policía, Guillermo Nunes.
Era muy posible que esa confesión fuera arrancada a fuerza de torturas, tal como denunciaba en la misma misiva el inspector Alvarez, pero las impresiones digitales, que por entonces apenas eran una tímida iniciativa que despertaban más desconfianza que admiración, sirvieron para condenar a Rojas por el doble filicidio.
“Las manchas de sangre que se notaban en la ventana del interior y en la puerta correspondían a una mano chica y no a la del acusado (Velázquez)... A fin de que puedan practicarse las diligencias conducentes a la aplicación o conocimiento de lo que pueda importar el estudio de las impresiones digitales, he traído dos pedazos de madera donde se notan señales de los dedos, y en una tarjeta, las impresiones de los de Ramón Velázquez y la mujer Francisca Rojas”, explicó Alvarez.
¿Amor, odio, locura? En el siglo XIX que agonizaba, el caso conmovió a un país que estaba modelando sus instituciones, su economía y su jurisprudencia.
Francisca Rojas fue la primera persona en el mundo en ser condenada por las huellas digitales.
Las Claves
La escena del crimen estaba cerrada por dentro. Para trancar la puerta utilizaron una pala de puntear que dejó señales en el piso y en la puerta, a la altura del mango.
Las pruebas e indicios que colectó el investigador Eduardo Alvarez. Además de las impresiones digitales en una ventana, la escena del crimen implicaba directamente a la madre de los menores, aunque la primera pesquisa no pudo detectarlo.
El arma era de Francisca Rojas. Según Alvarez, “no es dable creer que a un hombre de campo llegue a faltarle su cuchillo en la cintura y en tal caso, había que buscar el por qué hizo uso de otro, y a ese respecto nada había que lo justificase”.
Según Alvarez, si Velázquez hubiera querido matar a alguien esa persona sería Francisca y no los hijos. “En este caso resultaba lo contrario, pues era ella quien menos había sufrido, puesto que la herida que presentaba no era suficiente para dejarla muerta”.
Investigación versus torturas
La carta que el 12 de julio de 1892 le remite el inspector Alvarez al jefe de la policía no sólo abunda en detalles del crimen y en la calidad de las pruebas colectadas contra Francisca Rojas, sino que denuncia gravísimas torturas en los interrogatorios a los detenidos: “No creo deber silenciar las irregularidades que se han cometido con motivo de este hecho, para arribar a su completo esclarecimiento, pues he podido observar que el señor comisario de Necochea, olvidando por completo las prohibiciones que establece nuestro reglamento, y todo buen sentido, ha incurrido en la grave falta de aplicar castigos morales a la autora del crimen para obtener su declaración, llegando hasta establecer una capilla ardiente, donde colocados los cadáveres de sus dos hijos, fue llevada a deshoras de la noche; único medio que creyó adoptable para conseguir lo que se proponía, sin tener en cuenta que, aparte de faltar abiertamente a su deber, tenía mil otros medios de qué valerse que le hubieran dado el mismo resultado y mucho más en un hecho como éste, cuyas huellas no dejaban duda acerca de quien fuera su autor, o más bien dicho, constituían pruebas abrumadoras que hubieran establecido la verdad, aún ante la negativa de la sospechada”.
Como puede apreciarse, Alvarez integraba el ala progresista de la fuerza, alineada a las investigaciones de comprobación científica de Juan Vucetich.
La conclusión de Alvarez es muy clara: había huellas; la puerta y la ventana del rancho estaban cerradas por dentro; el cuchillo homicida apareció escondido en el techo de paja, encima de la cama; y sobre todo, no había móvil que ligara a Velázquez con el doble homicidio de los chicos: este hombre podía estar furioso con Francisca porque había engañado a su mejor amigo y hasta le había pegado a su esposa, pero jamás hubiera matado a los pequeños, sino a ella.