sábado, 7 de septiembre de 2013

Conclusiones del caso Ángeles a casi tres meses del asesinato.

Habiendo leído el fallo de la cámara y siguiendo la causa Ángeles desde el día uno, puedo afirmar que si bien todavía me quedan algunas dudas sobre el proceso que tiene a Jorge Mangeri como único imputado, estamos frente a un caso que sentará precedentes en la jurisprudencia Argentina.
Una justicia vapuleada a más no poder desde el gobierno y hoy puesta en el ojo de la tormenta por la opinión pública, se encuentra ante uno de los casos más vergonzosos de los últimos tiempos. ¿Y si Mangeri es inocente y se lo condena?, escándalo. ¿Y si Mangeri es culpable y se lo deja en libertad?, escándalo… Tenga el final que tenga, esta historia terminará en escándalo.
Utilizo el término vergonzoso porque a esta altura de la causa, todo está sostenido de un finísimo hilo cual corte puede desatar la locura.
Con respecto al fallo de la cámara propiamente dicho, me parece acertado. Sé que hay quien se enojará conmigo por esta afirmación. Pero muchos saben lo que pienso.
Por una cuestión ética no voy a dar mi hipótesis del hecho, sí puedo afirmar que no se trata de un intento de abuso y que hay alguna persona más involucrada.
La carta más repetida en este juego fueron las contradicciones, las hubo para un lado y para otro, al derecho y al revés ¿a quién le puedo creer?
Confieso que en un primer momento de la causa tuve miles de dudas acerca de la autoría del crimen, hoy después de haber recorrido este camino junto a la defensa y a los detractores de Mangeri puedo decir que de esas miles de dudas hoy me quedan algunas decenas solamente.
En estos tres meses que pasaron tuve la oportunidad de consultar cientos de fuentes del caso, todas de altísima confiabilidad, tal como mi profesión lo indica, me ocupé de chequear y re chequear la información que di en todo momento. Si miro hacia atrás puedo asegurar que cada dato que publiqué hoy está plasmado fehacientemente en el expediente.
Haber consultado tanta gente e investigado tanto me permite hoy poder mantener mi teoría tal cual la describí en todas las oportunidades en que me fuera solicitada.
Me encuentro frente a uno de los casos más controvertidos que me toco investigar, donde todavía hay círculos que no cierran por ningún lado. Recibí miles de mensajes en estos meses los cuales leí y trate de contestar todos los que pude. Cada uno me brindaba información, la cual investigué y está en mi archivo personal a fin de seguir hasta el final de esta causa en la búsqueda de la verdad.
Volviendo al fallo de la sala VI de la cámara de crimen, reitero que me parece acertado y a mi humilde entender lo mejor que le podría pasar a Mangeri es ir a juicio oral. Allí se juegan otras cartas y los Dres. Pierri y Biondi trataran de armar su mejor juego.
Habrá quien se enojará conmigo después de este análisis, habrá quien me apoyara, pero mi tranquilidad es saber que está escrito con la mayor objetividad posible.

El caso todavía no está cerrado , aun quedan cartas por jugar y quizás algún as bajo la manga.

jueves, 4 de abril de 2013

Las hermanas satánicas de Saavedra

Ni la policía quiere recordarlo. La imagen era atroz, como de película. El cuerpo de Juan Carlos Vázquez y sus alrededores completamente cubiertos de sangre. Al lado, sus dos hijas, Silvina y Gabriela, desnudas y en trance, también salpicadas de sangre, proveniente de las heridas causadas por el centenar de puñaladas que recibió Juan Carlos.
Se habló de sectas, de satanismo, de ritos de purificación. Pero para Martín Abarrategui, perito de parte en la causa, la respuesta es una sola: psicosis. "Este caso es un clásico de la psiquiatría forense. Se conoce como folie à deux , o locura de a dos", dijo Abarrategui a lanacion.com . En esta oportunidad, incluyó a un tercero, que era el padre. "La hermana menor, Silvina, una psicótica, atrajo a una neurótica profunda, Gabriela, para cometer el acto", explicó.
Según Abarrategui, se trató de un caso de violencia genética y cultural. "La alucinación, el delirio y el trastorno de conducta vieron su margen para desarrollarse en el ámbito sectario", explicó. La hermana menor, Silvina, de 21 años, estudiaba en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Según una de las hipótesis del hecho, su asistencia a un curso de esoterismo fue lo que la llevó a incursionar en la idea de un "rito de purificación". Los investigadores cree que eso fue lo que quiso practicar con su padre.
"A una persona con ese nivel de psicosis, si se le da la pauta cultural, se le abre el camino para que tenga esos trastornos de conducta", indicó el perito.

El crimen. Fue en marzo de 2000. Los vecinos del barrio de Saavedra habían denunciado gritos y ruidos extraños que se sucedieron durante toda la noche anterior. Todo esto habría formado parte del rito de purificación que, según los investigadores, se habría sacado de unos folletos que la más joven tenía de un curso de alquimia.
En esos papeles estaban detallados los pasos del ritual, aunque en ningún caso se incluía el cuchillo y la sangre.
La policía llegó a la casa de los Vázquez en el momento en el que Silvina estaba por atacar a Gabriela. Y ahí fue que se encontraron con la escena escabrosa. Incluso se dijo que parte del rostro del hombre había sido arrancado a mordiscones por las jóvenes.

De sicóticos y sectas. Según indicó Abarrategui, el 8 % de la población es psicótica. "Hoy existen fármacos que permiten que esas personas puedan ser normales si son tratadas. Pero los que no reciben tratamiento, están sueltos", explicó.
Algunos de estos brotes psicóticos, dicen los especialistas, suelen destaparse a través de las prácticas sectarias.
"Las sectas tratan de captar cualquier grupo de gente. Se aprovecha el momento de bajas defensas, aunque no siempre es gente con problemas psicológicos", explicó Alfredo Silletta, periodista que investigó mucho sobre sectas.
"En el caso de las hermanas Vázquez, entraron en lo que se llama el delirio místico. Esa gente se acerca en busca de Dios. Si esa búsqueda se encuadra en una religión, generalmente al psicótico se lo deriva a un centro de asistencia", explica Silletta, autor del libro Shopping espiritual y de otras investigaciones compiladas en el blog alfredosilletta.wordpress.com.
"Pero en los grupos sectarios habitualmente se los incentiva en su locura. Eso pasó con Silvina. Tenía problemas serios, después se descubrió que era psicótica. Tras la muerte de su madre empezó con esa búsqueda mística y empezó a hacer todos estos cursos. En última instancia empezó con la práctica de rituales que incluían mucho ayuno", agregó el especialista.

Inimputables. Los especialistas que llevaron a cabo la investigación, concluyeron que las hermanas son enfermas pisquiátricas , por lo que ninguna de las dos fue a prisión.
Fueron declaradas inimputables, de acuerdo con el artículo 34 del Código Penal, que establece que no es punible la persona "que no haya podido en el momento del hecho, ya sea por insuficiencia de sus facultades, por alteraciones morbosas o por su estado de inconsciencia, error o ignorancia de hecho no imputable, comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones".
Los peritos que analizaron a las hermanas, indicaron que Silvina, de 21 años, presentaba un trastorno esquizofrénico [alteración mental grave caracterizada por pérdida de contacto con la realidad, alucinaciones, delirios o pensamiento anormal] y Gabriela, de 28, padecía un trastorno esquizofreniforme, lo que las hizo ser consideradas dementes en sentido jurídico.


Fuente: Lanacion.com



domingo, 17 de marzo de 2013

El asesino que la historia se encargó de ocultar


Francisco Laureana es casi un desconocido para la historia del crimen argentino. Nunca fue miembro de la galería siniestra sólo reservada para unos pocos psicópatas perversos: El Petiso Orejudo, Carlos Eduardo Robledo Puch y Yiya Murano, sólo por mencionar al podio de la muerte. Probablemente, Laureana nunca buscó llegar a ser tristemente célebre. No mataba para aparecer en los diarios. No, el tipo mataba por placer. Era un killer de manual.

 –Gorda, cuidate. Y que los nenes no anden solos por la calle.

Eso decía el sátiro cuando salía de su casa. Él iba a buscar víctimas, pero antes de irse se preocupaba por los suyos. Por su esposa y sus tres hijos. Mientras cerraba la puerta, insistía:

–Que los nenes no salgan. Andan muchos degenerados sueltos. Chau.

Pero el buen padre que jugaba con sus hijos era un perverso incurable. Decía que trabajaba como artesano pero en el fondo era un siniestro asesino: en 1975, violó a quince mujeres y mató a trece. Las sometía con una fuerza descomunal que las inmovilizaba. Luego las estrangulaba o las mataba a tiros. A la mayoría la violaba. Su sed de mal no se agotaba: siempre quería más.

El experto forense Osvaldo Raffo no duda: Laureana era un asesino serial de acá a la China. “Al igual que los típicos psicópatas estadounidenses, este muchacho se quedaba con souvenires de sus víctimas, como cadenitas y pulseras, que guardaba en una caja. No sería de extrañar que sintiera placer al recordar sus crímenes y mantener en su poder las pertenencias de las mujeres que mataba”, recuerda a más de 37 años de haberle hecho la autopsia.

De Laureana siempre se supo poco: que era un hombre parco, que le gustaba pasar los semáforos en rojo con su Fiat, que había sido seminarista en Corrientes y que era artesano. De su época de religioso se dice que intentó violar a una monja después de atarla con una soga. En San Isidro vendía aritos, pulseras, gauchitos de madera, caballitos y collares.

Después de cometer uno de los asesinatos, Laureana le disparó a un hombre que lo había visto mientras huía por el techo de una casa. Ese testigo fue clave para confeccionar el identikit del asesino. Un identikit que sorprendía porque era idéntico al criminal.

–Jamás me voy a olvidar de la cara de ese tipo. Jamás.

Eso dijo el tipo cuando los policías de San Isidro le preguntaron si recordaba al hombre que había intentado atacarlo, el testigo no dudó:

Antes que la descripción de su rostro anguloso, sólo se sabían pocas cosas del asesino: era bajo, tenía físico de atleta y atacaba a sus víctimas los miércoles y jueves a las seis de la tarde. Era un tipo muy puntual. Tenía 35 años.
La cacería del lobisón no fue sencilla. Los detectives tuvieron que agudizar el ingenio. Le pusieron varios anzuelos: mujeres policías con peluca rubia o tomando sol en piletas. Porque el sátiro solía atacar a las mujeres que se bronceaban acostadas en las terrazas. Sin embargo el chacal seguía haciendo de las suyas, aunque su último ataque no llegó a ejecutarse:  una mujer y una nena que estaban por ser atacadas por Laureana se salvaron porque justo cayó la policía. Una vecina que lo vio entrar por una ventana llamó enseguida a la comisaría del barrio.

Pero el degenerado pudo escapar. La policía lo buscó día y noche. Cualquier hombre parecido al identikit era requisado o demorado en la comisaría. Al final, los sabuesos de la Brigada de Investigaciones de San Martín lo vieron cuando caminaba por las calles de San Isidro con un bolso colgado del hombro.

–¡Laureana! –le gritó uno de los uniformados...

El hampón no respondió: comenzó a correr. Según las crónicas de la época, empezó a correr y desenfundó un revólver que empezó a disparar en varias oportunidades. Pero esa versión oficial es dudosa. Sobre todo en una época donde las páginas de los diarios estaban llenas de falsos procedimientos, inocentes abatidos por la policía y el típico tiroteo que no era tal: al abatido se le plantaba un arma para fingir el enfrentamiento.

La cuestión es que la versión oficial dijo que los policías hirieron en un hombro a Laureana, que escapó malherido. Luego apareció en un baldío, después de que un perro callejero lo viera escondido entre bolsas de basura y le mordiera el brazo. “La hiena nos disparó otra vez y por eso le dimos muerte. Fueron varios disparos porque era duro como el acero. Parecía invencible”, declaró en ese entonces, con inocultable exageración,uno de los policías que participó del operativo.

Su final le llegó el 27 de febrero de 1975. “Con el auxilio de un perro y luego de dos tiroteos, matan en San Isidro al sátiro que en sus fechorías nocturnas asesinó a 15 mujeres en seis meses”, fue el extenso título del artículo que publicó el diario La Nación. En el bolso de Laureana encontraron  una pistola calibre 765, una Beretta, un revólver 32 y un pistolón calibre 14. En el baldío donde llegó a esconderse encontraron dos gallinas degolladas. “Su pulsión por matar era tan incontrolable que ni esas pobres gallinitas se salvaron”, dijo una fuente policial.  

Cuando se enteró de la vida oculta de Laureana, su esposa entró en estado de shock. Cuando los policías le mostraron el artículo de la sexta de La Razón, que daba cuenta del tiroteo en el que murió abatido su marido, sólo atinó a decir: “Acá tuvo que haber un error. Mi marido no pudo haber hecho todo eso. Era un padre, un buen marido, un artesano que amaba lo que hacía”. Los policías le palmearon la espalda a la mujer y prefirieron callar.

Raffo define a Laureana como un error de la naturaleza, un ser ajeno a la sociedad. Un monstruo que alguna vez pasó por este mundo. “Era obsesivo y atacaba siempre a la misma hora. En una bota que encontraron en su casa guardaba los objetos que les sacaba a las víctimas. Era un fetichista. Le gustaba volver a la escena del crimen para gozar y rememorar. Fue un caso único en la historia policial argentina”. El viejo Raffo conserva la foto en la que aparece sosteniendo a Laureana. El asesino parece vivo. Pareciera que mira con ojos saltones a la cámara, acaso sorprendido por su triste final. Porque en el fondo su última cara, una máscara grotesca, no es de terror, ni de dolor, ni de espanto. Es de asombro. Un asombro espectral.

Fuente: elguardian.com.ar

Donde está Martita Stutz


La mañana del 19 de noviembre de 1938 no sería una más en el barrio San Martín de la provincia de Córdoba, Marta Ofelia Stutz, de tan solo 9 años, con el permiso de su mamá fue a comprar la revista Billiken en el quiosco de la esquina. Nunca regresó. Nadie la volvió a ver, ni viva ni muerta. Como sucede con los crímenes que perturban a la sociedad, que rompen algo profundo en ella, nada fue igual después del caso Martita Stutz.
Los Stutz eran gente modesta, pero vivían con ciertas comodidades características de las familias argentinas de la época. El padre era empleado y la madre, ama de casa. Ocupaban una casa amplia en la calle Galán, a unos metros del boulevard Castro Barros. Córdoba era una ciudad provinciana en la que despuntaban rasgos modernos. Los Stutz podían darse algún lujo, como tener una sirvienta con cama adentro.
Eran las once y cuarto de la mañana de aquel fatídico día.
-Mamita, ¿me das veinte centavos para comprar el Billiken? -preguntó Marta Ofelia.
-Sí Martita, acá tenés. Tené cuidado al cruzar la calle.
¿Por qué habría de tener miedo esa mamá? Martita iba todos los días a la escuela en tranvía, con su papá, y volvía con una compañera que vivía en la misma cuadra. De todas maneras, rara vez salía sola. Pero aquella mañana la casa estaba revuelta: habían venido parientes de Buenos Aires.
Martita vestía un traje azul marino con la pollera tableada, medias tres cuartos, y en la cabeza, un moño blanco. La mañana del 19 de noviembre inauguraban un centro cívico en el barrio y había venido el gobernador, Amadeo Sabattini, motivo por el cual había mucha gente. El quiosquero se llamaba Manuel Cardozo y era de confianza. Luego, cuando la policía le preguntó, recordaría perfectamente cuando, tras comprar la revista, la nena Martita Ofelia se había vuelto a su casa, distante algunas cuadras. No notó nada raro. El boulevard Castro Barros estaba muy concurrido, pero la comisaría 9ª, que tenía su sede allí mismo, daba tranquilidad.
Al cabo de media hora, como Martita no volvía, la mamá comenzó a preocuparse. Fue hasta el quiosco. Llamaron por teléfono al padre, que estaba trabajando en las oficinas del Molino Centenera. La familia, junto con los vecinos, empezó a buscar a la niña por todos lados.
Al día siguiente, los titulares de los diarios de Córdoba salieron a la calle con un terrible anuncio: "Desaparece una niña misteriosamente". "Toda Córdoba busca a una nena. Podría ser un secuestro." Debajo, la foto de Marta Ofelia Stutz.
La policía de Córdoba se puso a buscar frenéticamente a Martita. Desde el principio, flotaba en el ambiente un funesto presagio: estaba fresca la tragedia de Charles Lindbergh, el héroe de la aviación mundial, cuyo pequeño hijo había sido secuestrado y asesinado en 1932. En la Argentina, la mafia había consumado raptos resonantes: en 1932, el del doctor Jaime Favelukes, luego liberado. El mismo año, el del joven Abel Ayerza, que apareció muerto. En febrero de 1937 fue secuestrado y asesinado en la estancia que sus padres tenían en Camet, Mar del Plata, el niño Eugenio Pereyra Iraola, de dos años.
Sin embargo, el caso de Martita Stutz era distinto. ¿De dónde sacaría la familia de un modesto contador los 100.000 pesos que se pidieron -y se pagaron- por el niño Pereyra Iraola? Aunque hubo algo más extraño aún en el corazón del caso Stutz: lo que todos daban por hecho no se produjo: no llegó ningún mensaje pidiendo rescate.

La cacería
Al desvanecerse la hipótesis del secuestro extorsivo, quedaban dos posibilidades: venganza o crimen sexual.
La policía intentó reconstruir el posible itinerario de la niña.
-A Martita -repetía la madre, angustiada- yo le había enseñado todo lo que debe saber una nena: que tuviera cuidado al cruzar la calle, que nunca aceptara caramelos de un hombre, que no hablara con extraños.
La madre, quizás influida por los diversos rabdomantes y adivinos convocados para encontrarla, creía que Martita estaba prisionera en algún lugar de la misma manzana. ¿Se habría extraviado? ¿Era una travesura? ¿Estaba en casa de alguna compañerita? Cuadrillas policiales y efectivos del ejército recorrieron esa manzana; luego siguieron con ese y otros barrios. La ciudad entera fue rastreada en busca de pistas. Dragaron el fondo de La Cañada. Entraron en los viejos túneles que se abren en las barrancas del río Primero. Allanaron viviendas, chozas, depósitos, comercios. No quedó en toda Córdoba ningún presunto delincuente, ningún vagabundo, ningún sospechoso sin investigar.
El misterio se convirtió en un rompecabezas. Porque los testigos que la policía convocaba decían cosas distintas. Según el quiosquero, la niña había comprado la revista y regresado en dirección a su casa sin que nadie se le acercara. Domingo Flores, un peón de Obras Sanitarias que trabajaba en el lugar, la había visto a Martita alejándose de la mano de una mujer rubia con un vestido floreado. Dos niños, Hugo Giménez, de 7 años, y Antonio Cobos, de 12, del barrio de Villa Cabrera, se presentaron para contar que habían visto a alguien parecida a la niña en el camino a Pajas Blancas, donde hoy está el aeropuerto de Córdoba, que entonces era un siniestro descampado. Fue -decían los pequeños testigos- un rato después de la desaparición. Iba en una voiturette verde, con la capota blanca baja. Según Hugo, la niña viajaba con dos hombres; según Antonio, con "un hombre gordo".
La policía buscaba ahora a una mujer rubia y una voiturette verde. No quedó rubia sin investigar. Tanto, que numerosas rubias cordobesas se tiñeron el pelo en aquellos días para poder pasear tranquilas por la avenida Olmos.
Entre tanto ir y venir, la policía descubrió una voiturette verde circulando no muy lejos del barrio San Martín. Detenido el conductor, resultó ser un hombre gordo llamado Domingo Sabattino, con antecedentes policiales por tráfico de licores sin estampillar. Sabattino siguió siendo sospechoso y pasó tres años preso. Finalmente, se determinó que nada tenía que ver con la desaparición de Marta Ofelia.

Los sospechosos
Comienza una cadena de delaciones, un desfile de personajes estrambóticos que parecen salidos de una película delirante. Uno de los tantos investigados es un conductor de tranvías llamado José Bautista Barrientos, de 31 años, casado con una partera no diplomada, especialista en abortos y tiradora de cartas. En el patio de tierra de la casa que ocupaban los Barrientos, en el pasaje Rioja, la policía encuentra tierra removida. Cavan y aparece un colchón con manchas que parecían de sangre. Barrientos complica a un vecino llamado Humberto Vidoni, propietario de un horno de ladrillo en las afueras de Córdoba. La policía anuncia que se recogieron cenizas en ese horno. La pregunta fue inevitable ¿eran cenizas humanas?
Vidoni, interrogado en el Departamento de Policía de Córdoba, fue literalmente muerto a golpes: era una piltrafa cuando lo llevaron al hospital San Roque, donde falleció el día de Navidad de 1938. La investigación se había cobrado ya una vida. Según se averiguó después, las cenizas no pertenecían a una niña, sino a una persona adulta.

Se busca al monstruo
La opinión pública, conmovida por la tragedia de los Stutz, pide a gritos que se encuentre a Martita, o al menos su cuerpo, y que se castigue a los culpables. El jefe de Policía Argentino Aucher -que en 1946 sería gobernador peronista de Córdoba- y el juez de instrucción Wenceslao Achával desatan una auténtica cacería. El juzgado contrata a Mono, un célebre perro-sabio que es llevado a la casa de la niña y luego al domicilio de los Barrientos. El animal, tras olfatear largo rato, se queda inmóvil ante. un tambor vacío. El juzgado llama al adivino y astrólogo Lucio Berto, a quien se atribuía haber descubierto a los autores de un asalto bancario, y el rabdomante formula un anuncio sensacional: ¡Martita está viva!
Esta premonición conmueve a la madre, para quien la niña no puede haber ido lejos:
-Si la hubieran forzado, Martita, que es una nena robusta y fuerte, se hubiera defendido.
La policía de Córdoba es reforzada por algunas figuras de la Policía Federal, como los comisarios Finochietto y Viancarlos. Este último era uno de los detectives que habían atrapado al Pibe Cabeza y otros mafiosos de fuste. ¿Podía ser la desaparición de Martita una venganza familiar? Se investigan a fondo los parientes de ambas ramas: los Stutz eran de Nueva Helvecia, Uruguay, y los Ceballos, apellido de la familia de la madre de Marta Ofelia, de Villa María. No había conflictos ni situaciones irregulares. Quedaba una sola hipótesis: el crimen sexual.
El padre de la niña ofreció recompensa y perdón a quien informara sobre su hija. La madre formuló un llamado dramático:
-¡Les daremos lo que quieran, pero devuelvan a la nena!
En todas las paredes de la ciudad, afiches con la cara de Martita claman: "Se busca a esta niña". Los diarios de Buenos Aires dedican creciente espacio al caso.
El gobernador Amadeo Sabattini, enfrentado al gobierno conservador del presidente Roberto Ortiz, presiona a la policía para que resuelva el caso. Pero el resultado de esa presión es catastrófico. La pesquisa se vuelve incongruente y errática, orientada por las delaciones: llegaron a recibirse 3000 denuncias anónimas. Mitómanos y exhibicionistas envenenaron la investigación con mentiras y ocultamientos.

La creación del monstruo
Durante toda la investigación, se sospechó que la clave del secuestro la tenía el matrimonio Barrientos. El hombre era una bala perdida: personaje turbio pero menor de la ciudad, en las diez declaraciones que formuló y en los tres careos a los que fue sometido, admitió su conexión con el crimen para luego desdecirse alegando torturas, que sin duda existieron. Sus confesiones hicieron perder mucho tiempo y no condujeron a nada.
La policía intentó una y otra vez probar esta hipótesis: los Barrientos, oscura pareja conformada por un confidente policial o mafioso de pacotilla y su celestinesca esposa, proveían menores para la diversión a ciertos personajes influyentes de la ciudad. Alguien, quizá los Barrientos o el propio Suárez Zavala, solos o en ilícita asociación, habrían raptado a Martita con esos fines y ella "se les quedó", por lo que fue necesario "hacerla desparecer". En esa trama, la policía intentaba involucrar a diversas mujeres rubias basándose en algunas de las muchas declaraciones espontáneas o "inducidas", como la del dueño de un restaurante en el camino a La Calera que dijo haber servido el almuerzo a una pareja (una rubia con un señor maduro) acompañados por una nena que parecía dormida o enferma. Ese gastrónomo terminó internado en un manicomio.
Pero faltaba alguien a quien acusar: "el monstruo". Entonces apareció en escena un perfecto candidato a culpable: un hombre que merodeaba por la ciudad, que conocía prostitutas, que estaba en contacto con figuras públicas y que, si bien no era un delincuente -no tenía antecedente alguno-, no era trigo limpio.
Quien introdujo en el caso a ese hombre fue una tal María Rivadero, huérfana de 17 años que había sido madre soltera a los 13, internada en el Asilo del Buen Pastor, pero que salía de vez en cuando para hacer faenas domésticas en casas que la requerían. Esto fue la que reveló la huérfana:
-Una tarde yo estaba en casa de una señora y escuché a un hombre llamado Suárez Zavala, amigo de la familia; decía que le gustaban las menores.
-¿Qué menores?
-Niñas de 9 o 10 años.
Otra prostituta, una veinteañera llamada Laura Fonseca, tenía a Suárez Zavala como cliente habitual y remachó el caso afirmando que, poco antes de la desaparición de la Stutz, el tal Suárez Zavala le "pidió chicas".
Así se construyó la figura de Suárez Zavala como "el Vampiro de Córdoba". La defensa consiguió demostrar que los Barrientos traficaban con los favores sexuales de menores, incluidas algunas internas del hospicio, pero Martita Ofelia Stutz no estaba entre ellas. Antonio Suárez Zavala tenía un coche que no era una voiturette, sino un sedán Chevrolet, con el que se paseaba por toda Córdoba, pero no a la caza de presas incautas, sino para vender remedios a las farmacias (representaba a un laboratorio). Si bien al hombre no le disgustaba tirarse alguna caña al aire, no era más que un señor casado y con hijos en busca de alguna distracción.
Las amistades del sospechoso con algunos policías y políticos le jugaron en contra. Contribuyó a su desgracia la incontinencia verbal de que hizo gala, sus contradicciones frecuentes.

Deodoro, por la defensa
Suárez Zavala fue incomunicado y el juez le dictó la prisión preventiva. Nunca admitió ser el culpable, ni siquiera bajo tortura. Pero el juez Abalos elevó la causa a plenario acusando a Suárez Zavala por secuestro y homicidio y a los Barrientos por grave complicidad.
La esposa y los hijos del acusado lo acompañaron, pero la prensa lo lapidó, y estuvo muy cerca de ser linchado. De hecho, la policía apenas consiguió salvarlo de la multitud que llegó a pegarle y escupirlo cuando, el 19 de diciembre, ingresó en los Tribunales para comparecer ante el juez.
Sólo una cosa le salió bien a Suárez Zavala. Aceptó defenderlo uno de los mejores abogados argentinos: el doctor Deodoro Roca, nacido en 1890, redactor del Manifiesto de la Reforma Universitaria, polemista vigoroso, antifascista visceral, progresista sin partido. Roca estaba convencido de que Suárez Zavala era un chivo expiatorio. A pesar de ser una figura muy respetada en Córdoba, una muchedumbre apedreó la casa de Deodoro, que, desalentado, renunció a la defensa. Pero una carta abierta que le envió la esposa de Suárez Zavala convenció al jurista para reasumir el cargo. La defensa que hizo Deodoro Roca de Suárez Zavala es una pieza admirable que desmonta la manipulación de la opinión popular: "El sumario se fabricó bajo la presión de una enorme excitación pública. -sostiene allí Deodoro Roca-. Fue una inmensa marea donde iba turbiamente mezclado lo bueno y lo malo, el horror del crimen monstruoso y la indignación pública. junto con las más bajas pasiones, los intereses más oscuros."

Crimen impune
En abril de 1939 se cerró el sumario. Ni Suárez Zavala ni nadie pudo ser inculpado por homicidio, ya que al no hallarse los restos de Marta Ofelia Stutz no existía el cuerpo del delito. La acusación había sido por secuestro y proxenetismo. Suárez Zavala fue hallado culpable y condenado a 17 años de prisión. "Para ser culpable era poco y para ser inocente, mucho", se dijo sobre aquella sentencia que no conformó a nadie. El fallo del juez Wenceslao Achával fue apelado. Al emitir la sentencia definitiva, en enero de 1943, la Cámara del Crimen se dividió. El vocal Antonio de la Rúa consideró culpable a Suárez Zavala pero los otros dos camaristas, Alfredo Vélez Mariconde y Jorge Díaz, entendieron que las pruebas no bastaban para inculparlo. Por dos votos a uno se revocó el fallo de primera instancia: Antonio Suárez Zavala quedó en libertad.
El acusado había estado cinco años en prisión. Cuando salió de la cárcel, se expatrió a Chile. ¿Qué fue de él? Se perdió en el anonimato. Otros crímenes y los infinitos vaivenes de una historia agitada hicieron que la tragedia de Martita Stutz fuera olvidada o, mejor dicho, ingresara en esa forma distinta del olvido que es la mitología criminal.
No se supo más nada de Martita Ofelia Stutz. Si estuviera viva, hoy tendría 84 años.

domingo, 10 de febrero de 2013

La misteriosa desaparición de la familia Gill



Una halo de misterio sobrevuela el centro rural de Entre Ríos desde principios de los años 2000, a partir de la desaparición de un matrimonio y sus cuatro pequeños hijos, de los que se ha perdido todo rastro. Más de diez años. Pasó una década desde que los vieron por última vez en un pueblo cercano al que habitaban. Nada más se sabe desde aquel 13 de enero de 2002.

La historia criminal de Entre Ríos no registra antecedentes de la desaparición de una familia completa –ni siquiera durante la dictadura–. Es la historia de una familia desaparecida en 2002 y vuelta a desaparecer todos los días. José Rubén Gill, Norma Margarita Gallegos y sus cuatro hijos: María Ofelia de 12 años, Osvaldo José de 9, Sofía Margarita, de 6 y Carlos Daniel, de 4. Desaparecieron un día sin dejar rastros. Desde entonces todo es misterio. También inacción y falta de compromiso, desprolijidad en la investigación y negligencia por parte de las autoridades competentes.

Los Gill vivían en Crucesitas Séptima. Apenas un punto minúsculo en el mapa. Una localidad de población rural dispersa en un número indefinido. Todos conocían a ese hombre que llevaba 14 años trabajando para el irascible propietario de una gran estancia. Ahí estaba cuando conoció a quien sería la madre de sus cuatro hijos. Él de 56. Ella de 26. Entre cabalgatas o carreteos en sulky, entre maizales u otros sembradíos, todos comentaban hasta esas historias no comprobadas que corren rápido como todo chisme en los pueblos. Pueblo chico, infierno grande.

El 12 de enero fue el último día que los vecinos los vieron por la zona. Al día siguiente estuvieron los seis en un velatorio en Viale, un pueblo a veinte kilómetros de Crucesitas Séptima. El resto es misterio. Sus parientes se enteraron de la desaparición recién después de tres meses. En la casa nada hacía presumir que se hubieran marchado, todo estaba tal cual lo habían dejado, ropa, pertenencias y hasta objetos de valor.

Miles de conjeturas se tejieron acerca de este gran misterio, hasta corrieron comentarios de que estarían trabajando en otra provincia.

Se habló también de problemas familiares y de peleas con el dueño de la estancia, hecho este que lo convirtió en principal sospechcoso.

José Rubén Mencho Gill era peón en el establecimiento rural La Candelaria, propiedad de Alfonso Goette. La esposa, Norma Margarita Gallegos, trabajaba en el campo y cocinaba en una escuela. Con su desaparición dejó sueldos sin cobrar y en la casa quedaron muebles, electrodomésticos y documentos. Eso alimentó el misterio.

Fue el propio Goette quien dio a entender, meses después de la desaparición de la familia, que podrían estar con parientes de Santa Fe, o haber viajado en busca de otro empleo en el nordeste. Eso demoró la búsqueda, y la causa estuvo caratulada por años como una simple averiguación de paradero.

Si bien desde el principio hubo sospechas contra el dueño de la estancia, por algún problema laboral con su peón, nunca se logró reunir ningún elemento que comprometa la situación del ruralista. A pesar de ello, las investigaciones continuaron y antes de que termine 2008 se inició un minucioso rastrillaje en el campo en que trabajaba y vivía la familia. Esa tarea se prolongó hasta mediados del año siguiente y aunque aparecieron algunas evidencias –como fauna cadavérica, rastros de sangre y pelos–, nada se pudo establecer que permitiera dar con los Gill. Ni vivos ni muertos.

Se habló de que podrían estar en Santa Fe, Córdoba, Corrientes, Chaco. También en Brasil y Paraguay. Una luz se encendió hace dos años, cuando José Rubén Gill y sus cuatro hijos aparecieron en los padrones de beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo. Pero enseguida se adujo que se trataba de “un error del sistema”.

El juez de Instrucción de Nogoyá, Jorge Sebastián Gallino, en cuyo despacho está la causa, se encuentra desorientado. “No hay pruebas firmes, ni testimonio, ni hemos encontrado nada que nos diga que están muertos. Nunca en mi carrera había estado abocado a un caso tan extraño”, ha dicho en más de una ocasión.

La suerte de la familia de Gill no forma parte de la agenda de prioridades de las autoridades públicas. No hay alusiones al caso en los discursos oficiales, no circulan fotos de los desaparecidos ni pareciera haber mayores instrucciones a las comisarías. La familia reclamó durante mucho tiempo, en vano, que se imponga alguna recompensa para quien aporte datos sobre el destino de los seis desaparecidos.

Pero el tiempo fue pasando sin novedades para los familiares de los Gill-Gallegos, y hoy las hipótesis apuntan en dirección a lo peor. “La familia cree que sería justo y muy conveniente que el Estado ofreciera una recompensa para que aquellos que posean datos de interés se vean motivados a aportarlos a la causa”, dijo el abogado Guillermo Vartorelli, que representa a los hermanos del desaparecido Mencho Gill. Sin embargo, la presunción de vida no se pierde. “Por otra parte, estimamos que sería una buena idea implementar material de difusión para entregar a la gente que viaja de vacaciones, porque no podemos descartar que estén vivos”, acotó el letrado.

El resultado de tanto desinterés es conocido: a 11 años de la desaparición de una familia completa, no hay un sólo dato que permita conocer qué pudo pasar con ellos.

Ese no es mi cuerpo

La última vez que se supo de ella fue el 29 de mayo de 1962. Había salido de su clase particular de inglés para volver a su casa, en Flores...